Buscar este blog

19 agosto 2011

Las paradojas del arte político / Jaques Ranciére



En el teatro todo mundo se besa y todo mundo es adorable.
Salman Rushdie


Pasado el tiempo de la denuncia del paradigma modernista y del escepticismo dominante en cuanto a los poderes subversivos del arte, se ve nuevamente afirmada, aquí y allá, su vocación de responder a las formas de la dominación económica, estatal e ideológica. Pero también se ve esta vocación reafirmada adoptar formas divergentes, incluso contradictorias.

Algunos artistas transforman en estatuas monumentales los íconos mediáticos y publicitarios para hacernos tomar conciencia del poder de esos íconos sobre nuestra percepción, otros entierran silenciosamente monumentos invisibles dedicados a los horrores del siglo; los unos se atienen a mostrarnos los “sesgos” de la representación dominante de las identidades subalternas, otros nos proponen afinar nuestra mirada ante imágenes de personajes de identidad flotante o indescifrable; algunos artistas hacen las banderas y las máscaras de los manifestantes que se alzan contra el poder mundializado, otros se introducen, bajo identidades falsas, en las reuniones de los grandes de este mundo o en sus redes de información y de comunicación; algunos hacen de los museos la demostración de nuevas máquinas ecológicas, otros colocan en los suburbios en dificultades, pequeñas piedras o discretos signos de neón destinados a crear un medio ambiente nuevo, detonando nuevas relaciones sociales; uno traslada a los barrios desheredados las obras maestras de un museo, otros llenan las salas de los museos con deshechos que dejan sus visitantes; uno les paga a trabajadores inmigrantes para que demuestren, cavando sus propias tumbas, la violencia del sistema salarial, otra se hace cajera de supermercado para comprometer el arte en una práctica de restauración de los lazos sociales.

La voluntad de re-politizar el arte se manifiesta así en estrategias y prácticas muy diversas. Esta diversidad no traduce solamente la variedad de los medios escogidos para alcanzar el mismo fin. Testimonia además una incertidumbre más fundamental sobre el fin perseguido y sobre la configuración misma del terreno, sobre lo que la política es y sobre lo que hace el arte.

Sin embargo estas prácticas divergentes tienen un punto en común: dan generalmente por sentado un cierto modelo de eficacia: se supone que el arte es político porque muestra los estigmas de la dominación, o bien porque pone en ridículo los íconos reinantes, o incluso porque sale de los lugares que le son propios para transformarse en práctica social.

En el término de todo un siglo de supuesta crítica de la tradición mimética, es preciso constatar que esa tradición continúa siendo dominante hasta en las formas que se pretenden artística y políticamente subversivas.

Se supone que el arte nos mueve a la indignación al mostrarnos cosas indignantes, que nos moviliza por el hecho por el hecho de moverse fuera del museo y que nos transforma en opositores al sistema dominante al negarse a sí misma como elemento de ese sistema.

La “política del arte” se ve marcada así por una extraña esquizofrenia. Artistas y críticos nos invitan a situar el pensamiento y las prácticas del arte en un contexto siempre nuevo. De buena gana nos dicen que las estrategias artísticas han de ser enteramente re-pensadas en el contexto del capitalismo tardío, de la globalización, del trabajo post-fordista, de la comunicación informática o de la imagen digital. Pero continúan validando masivamente modelos de eficacia del arte que han sido estremecidos tal vez un siglo o dos antes de todas estas novedades.

(…) En la Europa del siglo XVIII se suponía que la escena teatral clásica era un espejo de aumento en el que los espectadores eran invitados a ver, bajo las formas de la ficción, los comportamientos de los hombres, sus vicios, sus virtudes. El teatro proponía lógicas de situaciones a reconocer para orientarse en el mundo y modelos de pensamiento y de acción a imitar o a evitar. El Tartufo de Molieré enseña a reconocer y odiar a los hipócritas, el Mahoma de Voltaire o Nathan el Sabio de Gotthold Lessing, a evitar el fanatismo y amar la tolerancia.

Esta vocación edificante está aparentemente lejos de nuestras maneras de pensar y de sentir. Y sin embargo la lógica causal que la subtiende sigue siéndonos muy próxima. De acuerdo con ésta lógica, lo que vemos, sobre un escenario del teatro, pero también en una exposición fotográfica o en una instalación son los signos sensibles de un cierto estado dispuestos por la voluntad de un autor.

Reconocer esos signos es involucrarse en una cierta lectura de nuestro mundo. Y esta lectura engendra un sentimiento de proximidad o de distancia que nos empuja a intervenir en la situación así significada, de la manera anhelada por el autor. Llamemos a esto el modelo pedagógico de la eficacia del arte. Por lo demás éste modelo fue cuestionado ya en la década de 1760: (Carta sobre los espectáculos, de Rousseau). La denuncia que se halla en el corazón de ese texto: la de la pretendida lección de moral de El misántropo, de Moliere. Más allá del proceso a las intenciones de un autor, su crítica indicaba algo más fundamental: la ruptura de la línea recta supuesta por el modelo representativo entre la performance de los cuerpos teatrales, su sentido y su efecto.

(…) El problema reside en la fórmula misma, en el presupuesto de un continuum sensible entre la producción de las imágenes, gestos o palabras y la percepción de una situación que involucra los pensamientos, sentimientos y acciones de los espectadores. No es de asombrarse que el teatro haya sido el primero en ver en crisis, hace más de dos siglos, a un modelo en el que todavía muchos plásticos creen o fingen creer: es que se trata del lugar en el que se exponen al desnudo los presupuestos y las contradicciones que orientan una cierta idea de la eficacia del arte.

¿Cómo podría desenmascarar el teatro a los hipócritas si la ley que le rige es la que gobierna el comportamiento de los hipócritas: la puesta en escena, a través de cuerpos vivientes, de los signos de pensamientos y sentimientos que no son los suyos?

(Fragmento)

El espectador emancipado, Bordes Mantantial, ed. 2010.

No hay comentarios: